domingo, noviembre 12, 2006

I

Lucianita, le decía su abuela, no hurgues en la caramelera, que ya te dije que no tiene caramelos.
Y Lucianita no podía evitarlo, todos los días, a veces más de una vez, husmeaba adentro de la horrible caramelera bronce, con la esperanza de que su abuela la hubiera llenado al fin, de esos caramelos de goma que tanto le gustaban.
Todos los veranos, religiosamente, su familia armaba los bolsos, y partían hacia la pequeña ciudad donde vivía su abuela. Allí se reunían primos, tíos, hermanos y toda la extensa familia que había surgido del vientre de la octogenaria mujer.
Mientras los infantes jugaban hasta agotar sus cuerpos, su ropa y hasta su imaginación, Lucianita, parada con sus puñitos apretados a los costados de su cuerpo, miraba las gallinas. Le fascinaba su comportamiento; se la pasaban picando el suelo, una y otra vez, y entre la tierra del gallinero no había absolutamente nada que pudieran comer.
Las gallinas la aterrorizaban, tanto, que no podía dejar de mirarlas. Sabía que era como ellas.