viernes, enero 05, 2007

II

Una tarde en la que los adultos decidieron salir, ir a hacer esas cosas que sólo hacen ellos -trámites, hacer un viaje de hora y media y esperar hora y media más para firmar un papel, discutir por teléfono, comprar zapatillas, esas cosas-, y quedaron todos los chicos de la casa solos durante un par de horas, Lucianita descubrió otra de esas "características" que la unían a las gallinas, porque Mariano, un tío casi tan pequeño como ella, hijo del tercer matrimonio de su abuelo materno, había agarrado a una de las gallinas -cualquiera podría haber sido, incluso ella, Lucianita-, y después de trazar en la tierra del patio una línea con un palo -el surco era como una sonrisa nerviosa, recta, y de entrañas húmedas-, la había hipnotizado, obligándola a bajar el pico hasta que con su punta hirió las comisuras de la sonrisa barrosa. Todos los chicos se pusieron a saltar como locos, intentando ganar en la tácita competencia de quién era el que se reía más fuerte y estaba más divertido por la proeza de Mariano, mientras Lucianita, consciente de si misma, se daba cuenta de que, al igual que la gallina que no atinaba a levantar el pico del suelo y dejar de mirar la línea en el barro con sus ojos laterales, tampoco ella podía dejar de mirar a la gallina que no miraba a nadie.

Sólo cuando uno de los chicos se dio cuenta de la tosca facilidad de burlarse que había en la extrapolable inmovilidad de Lucianita, volvió a decidir moverse -como un elástico envuelto entre los dientes-, y le dio una patada muy suave en la cabeza a la gallina, para que escapara de la trampa.

La gallina la miró con odio, mientras, cloqueando, intentaba escaparse y vengarse al mismo tiempo.

domingo, noviembre 12, 2006

I

Lucianita, le decía su abuela, no hurgues en la caramelera, que ya te dije que no tiene caramelos.
Y Lucianita no podía evitarlo, todos los días, a veces más de una vez, husmeaba adentro de la horrible caramelera bronce, con la esperanza de que su abuela la hubiera llenado al fin, de esos caramelos de goma que tanto le gustaban.
Todos los veranos, religiosamente, su familia armaba los bolsos, y partían hacia la pequeña ciudad donde vivía su abuela. Allí se reunían primos, tíos, hermanos y toda la extensa familia que había surgido del vientre de la octogenaria mujer.
Mientras los infantes jugaban hasta agotar sus cuerpos, su ropa y hasta su imaginación, Lucianita, parada con sus puñitos apretados a los costados de su cuerpo, miraba las gallinas. Le fascinaba su comportamiento; se la pasaban picando el suelo, una y otra vez, y entre la tierra del gallinero no había absolutamente nada que pudieran comer.
Las gallinas la aterrorizaban, tanto, que no podía dejar de mirarlas. Sabía que era como ellas.

miércoles, noviembre 01, 2006

Estamos feos...

-Qué feos estamos, María. . .

Yo sé bien que si abro el album de fotos, el más viejo y más lindo que tenemos, esos que se podía comprar sin sentir que se tiraba el dinero, antes de que aparecieran los todo por dos pesos y vendieran albumes baratísimos y horribles, yo sé que si me pongo a hojear ese album de tapas de cuero teñido de azul oscuro, me voy a encontrar con esas fotos que te sacaste con el fotógrafo, antes de casarnos, la última vez que te probaste el vestido de novia. Yo sé lo que habrá sentido ese tipo cuando te sacaba esas fotos, porque es lo mismo que siento ahora cuando te veo con esa belleza pelirroja de veinticinco años que tenías; acaricio con el pulgar la foto en la que cada peca de tu cara tiene la nitidez que sólo un fotógrafo podía captar, me quedo mirándote las pestañas que eran como golosinas puestas en tus ojos, y siento eso mismo, ese cosquilleo debajo de mi estómago que ahora está blanco, gordo, que tiene pelos que sobresaltan como si fueran un insulto en un concierto, y siento, además, ese otro cosquilleo más íntimo, si se quiere, que me embriagaban la garganta y el pecho, cuando te veía, y que ahora también se me enrosca debajo de la lengua, me acaricia el cuello y hace que sienta como un oleaje de pudor, de grasa y de movimiento, de papada infame, y que me obliga a cerrar el album y no animarme, siquiera, a doblar unas páginas más y toparme con el cachetazo de ver las fotos que ese fotógrafo -o fue otro, lo mismo da-, nos sacó el día de la boda cuando estábamos a punto de cortar la torta, y se nos notaba en la cara la enorme alegría de sabernos la pareja perfecta que haría odiarnos y envidiarnos en los años posteriores, hasta que tanto vos como yo nos rendimos, y nos pusimos tan feos como estamos ahora, y dejaron de envidiarnos, olvidándose de nosotros.
Ella mira a través de las ventanas, y gracias a la oscuridad de la cortina puede usar los anteojos como si fueran un espejo; a varios metros de ella está su marido, mirándola, y descubre en su cara la misma expresión de sosegado asco que ella descubre en la propia, al comprobar que la arruga que baja de su nariz hacia una comisura de sus labios es una sola, como de quien frunce la cara y no le gustaría que nadie se diera cuenta.
-¿Por qué me décís eso? -le pregunta, arrepintiéndose de no haber preguntado primero el cómo, en vez del por qué-. ¿Cómo me decís eso?
-No tiene vuelta atrás, María -Le dice, apoyando aún más pesadamente la cabeza en una mano, las piernas abiertas, la camisa abierta. Ella no se da vuelta, lo sigue mirando como si fuera un fantasma, desdibujado entre los dibujos de la cortina, al fondo de sus anteojos-. Es como si. . .
-¿Ya no me querés?
-Sí que te quiero, pero quiero más a lo que éramos antes de. . .
Hace ya mucho tiempo que él descubrió que cuando dejaba una frase suspendida, como si no supiera continuarla, o hubiera cambiado de opinión, o tan sólo no encontrara la palabra o, lo que era aún más cierto, había comenzado a hablar sin saber qué iba a decir realmente, esa pausa que él hacía para buscar eso que debía estar en la punta de la lengua, y que lo hacía pararse más derecho y acercar el mentón al cuello, y lo hacía levantar la vista abriendo bastante los ojos, todo eso, ya no servía para que la mina que tuviera al lado aprovechara para mirarlo bien a la cara con la excusa de quien quiere comprender algo que aún no fue desvelado, y por eso mira toda la cara desde los ojos a los labios, y aprovecha esa excusa para mirar con descaro poco desenmascarable, que no baja la guardia. María aprovecha la pausa de su marido para volver la vista a lo que pasa del otro lado de la ventana, como si fuera cualquier mujer que tuvo que hablar con él y cualquier pausa es sólo eso, posar la mirada en lo primero que se cruza.
-Vos creés que no me daba cuenta -le dice; él la mira, aún con el mentón pegado al cuello-. Cuando vos ponías esa cara mis amigas se te quedaban mirando echas unas boludas. Te miraban como si quisieran comerte. Te quedabas callado así como ahora, y se morían por vos, y vos pensabas que yo no me daba cuenta de que lo hacías a propósito.
-Yo nunca te fui infiel.
-Vos también estás muy feo -le dice, porque sabe que ella no podría decirlo así, sin irse después de la casa y no volver a verlo más, por sincero y por cerdo, por no mentirle y por obligarla a ella a ser tan sincera y tan desapasionadamente cerda como él.
-Yo sé que estoy muy feo. Los dos estamos feos, María. No aguanto más. . .

Ella siguió mirando por la ventana mientras prendía un cigarrillo. Ese cigarrillo tantas veces criticado, con ese ademán tan suyo y que él había aprendido a odiar en todos esos años.
-No fumés, sabés que te queda feo, además se llena de olor toda la casa.
-Da igual no? Al fin y al cabo ya no te gusto, con o sin olor a cigarrillo. Hace tiempo que me doy cuenta de esto, hace tiempo que...
No quiso terminar porque tendría que aceptar que últimamente lo hacía a propósito, buscaba molestarlo con esas pequeñas cosas.
-María, parece que lo hacés a propósito -dijo él como adivinando- y después de todo, yo tampoco te gusto. Eso es porque estamos feos. Eso es porque vos fumás y porque a mi cada vez me importa menos- dijo él sin darse cuenta que lo que estaba diciendo no tenía sentido. Pero en el fondo lo tenía. Acaso él no hacía lo mismo? Ponerse esa camisa roñosa que ella tanto odiaba, con manchas de sudor debajo de las axilas y dejando ver en su totalidad su vientre abultado, cada vez más abultado.

Claro que estaba más vieja, más arrugada; últimamente había notado que las carnes se le empezaban a caer y no le había importado. Ya no compraba ropa ni maquillajes. ¿Desde cuándo? La sobresaltó el golpe que dio el álbum contra la mesa. Ya no quiso darse vuelta a mirarlo, ya no más, no después de haberse dicho las cosas que se dijeron.
Finalmente dijo con cierta amargura:
-Quizás estoy embarazada.

-¿Qué?- dijo confundido, lo había dejado desarmado y sin las barreras del rencor alimentado del hastío y las imposibilidades. Lo había sorprendido.
- Lo que escuchaste- No sé si estoy embarazada. Hace un mes que no me viene, y es eso, o estoy menopausica.
Rogaba que se quedara callado – que no se le ocurra echarme la culpa de esto a mí -, ya no resistía mas, hacía dos semanas que esto le venía acuchillando el alma. Estaba vieja, o tenía algo adentro, una cosa, producto de sexo desganado y patético, rutina nefasta de un matrimonio que hacía tiempo que existía sólo en papel.
Lo odiaba y se odiaba a sí misma. -Es un cobarde, ni siquiera tuvo los huevos de serme infiel- se babosea por cuanta ligera se le cruzaba en frente, y ni aún eso es incentivo para que le pida hacer el amor. Ella ya no era hermosa, y había perdido todo; todo por él, un pedazo de nada; sus ojos habían dejado de brillar hace tiempo. Estaba muerto, y ella también.
Sacudido y desconcertado, no sabía que decirle, balbuceó algunos cómos y cuándos y volvió a quedarse callado
Hacía tanto que no se tocaban.... Entre su piel y la de ella había una distancia increíble. Recordó el tiempo en el que aún se amaban, y se dio cuenta de que el amor se había disipado junto con ellos mismos. No dejaron de amarse, sólo... dejaron de ser.
- ¿Que vamos a hacer, María? ¿Justo aho...- y se fue callando... se dio cuenta de que no valía la pena acusarse... si de todos modos nada era seguro todavía.
-Me voy a acostar- dijo ella- estoy cansada, despertame en una hora.
No le contestó, se quedó pensando... en autitos y en pelotas de fútbol... y en por que fue tan pelotudo de dejarla ir...

Luego de un rato en silencio intento reincorporarse e ir a buscarla, pedirle una explicación, tratar de entender, de saber, tratar de hacer números juntos, tener la certeza de que el podría llegar a ser padre.
-¿Ser padre?- Se pregunto. ¿Cómo podría aprender a ser padre si ya estaba en edad de ser abuelo? ¿Cómo ser padre si lo habían intentado miles de veces y nunca lo lograron? ¿Habrá sido por eso que se dejaron caer en la rutina? ¿Por esa razón habrá fracasado su matrimonio o por todas las veces que ella quiso adoptar y el se negaba por miedo a no poder elegir y que les entregaran un negrito de mierda? ¿O habrá sido por su egoísta y cobarde forma de ser?.
El ruido que sentía no era solo de las preguntas que se le apelotonaban en su cabeza, era su estomago que rugía de hambre. Esto si hizo que se levantar de su sitio y se dirigiera sin prisa, aun aturdido, hasta la cocina.
Cuando María despertó, él estaba sentado en la silla, esa que siempre estuvo a los pies de la cama, donde él acomodaba su saco cada vez que volvía de trabajar. En la mesita de luz había un paquete, un paquete no muy grande pero con un moño prolijamente colocado. En su confusión María se coloco los anteojos, no podía creer que él la estuviese observando de esa manera, es que hacia tanto tiempo que no... automáticamente miro hacia el costado y diviso el paquete, se incorporo de inmediato sin despegar la mirada de allí; él interrumpió el silencio y le dijo: Dale abrilo, me salió caro- siempre hacia ese tipo de comentarios que rompían con la magia del momento.
María tomo el paquete, lo miro. Al instante lo dejo caer a un lado de ella y rápidamente corrió hasta el baño y comenzó a vomitar, ¿Será que en realidad estoy embarazada? ¿O es tan grande el asco que me produce que ya hasta me hace vomitar?.
Él se quedo sentado, como siempre, esperando a que ella vuelva.

-El último estertor de María, vomitando en el baño, sonó como un pedo debajo del agua... -recitó, engolando la voz mientras hacía un esfuerzo inútil por decir esas cosas con acento español, como si fuera José Sacristán actuando en una película de Almodovar. Aún sonreía cuando María salió del baño hecha pura sombra y despeinadísima contra la luz del botiquín.
-¿Qué decís, vos? -le preguntó María, que no había entendido lo que él había dicho.
-Nada -dijo él, y se quedó callado, disfrutando del leve vértigo de no saber, realmente, si María había entendido su bromita cruel. La única forma que tenía de sobrellevar la vergüenza era mediante la humillación -una forma de humillarse tranquila, apesadumbrada, sentado en una silla, rascándose la calva mirando televisión, nada muy complicado ni escandaloso, sólo pequeñas cosas, cosas fáciles, como mirarle las várices a María hasta que María se daba cuenta de que él le veía las várices, y después no decir nada, mirar para otro lado, pasarse los dedos por la calva como patinando, esas cosas sencillas, que emporcaban todo y generaban que nada tuviera sentido, ni fuera necesario, ni hubiera nada de que avergonzarse. Peor era abrir un album de fotos y verse a los dos, maravillosos, para comersérselos, con la sola distancia de algunas décadas en el medio, o visitar a los amigos y que la fealdad de los amigos sea la parábola del afearse propio-. Te había preguntado si estabas bien.
-No estoy bien -ella no conseguía mirarlo con ese desdén autocomplaciente con el que él la miraba a ella-. ¿Y qué querés que hagamos con eso, lo ponemos en el mueble de la sala, junto a los adornos?
-Qué decís. . .

"¿Justo ahora que qué?" se preguntó. Podía ser justo ahora que estamos viejos, o que ya no nos queremos, o que vivimos de mi "retiro anticipado" y de que vos limpiás mugre ajena, o justo ahora que se murió el canario, o que estoy con una tristeza en el alma que siento que me va a reventar la cabeza cualquier día, o justo ahora que ya no se me para, hija de puta, y menos con vos, o justo ahora que no tenemos nada para dar a nadie, o. . . . . .o justo ahora que me dí cuenta de que te burlás de mí, igual que antes, que también te burlabas de mí, pero que yo sabía que te burlabas para que yo pusiera cara de enojada, pecosa, linda, pelirroja, bombón, qué linda que te ponés cuando te enojás, ¿sí? ¿cómo me pongo? ¿así? ahora no me enojo más, te jodés, ahora ya no estoy enojada y no estoy linda, pero qué decís, si estás linda, siempre estas preciosa, pero ya no estoy enojada, bueno, enojate un rato más, enojate un rato para mí, o justo ahora que, que, justo ahora. . . justo ahora que te burlás de mí porque no me aguantás cerca, que no podés aguantarme cerca sin ponerte a hacer suspiros y miraditas, justo ahora que. . .

Cuando él amagó levantarse y volvió a echarse en la silla, casi despatarrándose, nuevamente se escuchó el ruido de sus tripas, quejándose.
Ella entró al baño, cuando salió ya no tenía esa gesto amargo en la boca, parecía más tranquila, pero todavía se veía al fondo de sus ojos un rencor terrible, un rencor y un odio que nunca más se irían de ahí.
Agarró lo que venía en el paquete y lo llevó al living, esa cosa espantosa “nunca tuvo buen gusto”. Tropezó con la foto de sus padres en el día de su casamiento. Tan felices se los veía. Sus padres, que estuvieron juntos hasta el final, con su relación perfecta, dieron todo por sus hijos y tuvieron tan buen gusto como para morirse los dos juntos y no andar quedándose uno solo, sufriendo por el otro, en este mundo. Salteó la foto de ella en Pinamar, la que le sacó él haciéndola reír porque estaba enojada a causa del viento. Posó su mirada en otra: mamá embarazada de ella, y papá con esa cara de felicidad mientras tocaba la panza, como le gustaba decir a él: panza hinchada de felicidad, llena de bebé, llena de alegrías. Agarró la foto y mientras la miraba escuchó que él se levantaba, abría la heladera, volvía a cerrarla, abría la alacena, el cajón de los cubiertos que chirriaba, revolvió hasta encontrar un abrelatas, “mirá si lo conozco: atún con mayonesa”, escuchó que prendía el televisor, corría la silla de la cabecera, se sentó.
Dejó la foto y caminó hasta la cocina. Puso agua en la cacerola para cocinar los fideos.

“Lo odio tanto tanto...” pensó mientras se daba vuelta para decirle que no se llenara con eso, que en un rato estaba la comida. Lo vio tan patético, con esa cara de duelo, mientras le caían las migas sobre la panza manchándole más la camisa. Se empezó a reír a carcajadas, con histeria, desaforadamente.
-¿Qué?- preguntó él. Y se quedó mirándola. Cuando se le pasó el ataque de risa sintió muchas ganas de llorar.
“No voy a ceder, esta vez no, no quiero consuelos de ningún tipo. Ya está todo dicho, sabemos que nos odiamos, ya no se puede fingir más” –Nada. ¿Los querés con salsa o con crema?
-Con crema. ¿Viste que Carlos se esta divorciando de nuevo? Tres veces van ya.
-Si es un boludo, siempre te lo dije, ese no va a aprender nunca.

Comieron tres veces -él comió dos, y ella comió una-. Por sobre el ruido de los cubiertos y de las masticaciones, la marea de bocinazos y miles de zumbidos eléctricos y mecánicos que quería entrar por las ventanas cerradas del comedor los asaltaba como si fuera algún tipo de metáfora que se limitaba a la imagen sencilla del auto que se va por la avenida -que puede irse, que se va-, y uno se queda ahí, uno no habla, no mira, pero uno está ahí, el auto se fue. Estuvieron hablando de Carlos como quien no habla de nadie, porque Carlos nunca había sido nada del otro mundo, ya desde pibe, con su mentón tirado para atrás, su andar encorvado, la ropa que nunca estaba del todo limpia, ni siquiera en los actos escolares, ni siquiera si tenía que actuar -bailar chacarera, cantar en un coro, ser San Martin, o French, o Saavedra, o algun cacique o indio de alguna tribu-, pero después, Carlos, acabó siendo un tipo grande y pintón -de él se burlaban las minas cuando aún eran pibas, cuando tenían doce años y eran sus compañeritas de la escuela, aún eran niñas y se burlaban de lo poco hombre que llegaría a ser Carlos, Carlitos. . .-, porque el pelo no se le había caido, la panza tampoco, tampoco la piel de la garganta que vaya uno a saber cómo se llama esa piel si uno no quiere llamarla "papada", y los zapatos los tenía lustrados, siempre, y los ojitos verdes de gato asustado que tenía cuando era un chico ahora eran los ojos de un tipo grande, y seguían siendo verdes, y esas cosas, las otras, como saber comprar las corbatas o las camisas.
-Vos siempre te burlabas de Carlos -ella piensa que él le dijo "qué feos estamos, María"-, pero ahora te burlás también pero ya no sos cruel con Carlos cuando te burlás de él. . .
-¿Qué decís? Es un pelotudo que no aprende más.
-Lo que sea, pero antes te reías de él en su cara, yo me acuerdo, nunca le dabas bola, antes de casarnos. Ninguno de ustedes le daba bola.
-¿Qué querés decir? Carlos siempre vivió en el barrio.
-Yo los veía, ustedes se juntaban en la esquina, después del colegio. A Carlos ustedes nunca le daban mucha bola. No lo jodían, porque no eran pibes crueles, pero nunca le pasaban mucha bola.
-Bueno, che. . .
-Él te miraba como si fueras su héroe. Vos hablabas y él te escuchaba como con hambre. Eso era cuando eran chicos, yo lo veía, me daba lástima
-Te daría risa.
-Risa, también, sí.
-Y, sí. . .
-Pero ahora Carlos cambió mucho, la edad lo mejoró y es un tipo que tiene su pinta. Vos a mí me dijiste que estaba fea -él intenta responderle que no, que él había dicho que los dos estaban feos, y que eso era algo que le dolía como puede doler la traición si el traidor es uno, y uno se avergüenza de esa traición; ella siguió hablando, sin escuchar las poquitas palabras que él había conseguido decir de toda esa idea que ni siquiera él mismo tenía del todo claro, pero que necesitaba decirla como saliera, cuando fuera a pasar-, y no sé, quizás ya no me querés -él intentó, con menos brío y menos palabras, decirle que no, que no era eso, que él sí que la quería aunque su amor fuera amor de cínico, pero sólo respiró para decir esas palabras, y tampoco sabía bien qué era lo que sentía. No dijo nada-, aunque yo también te digo a vos que yo también estoy muy cansada de vos, ¿sabés? Claro que lo sabés, y también te cuento, para que lo sepas, que yo te quise cagar con Carlos, y Carlos no quiso. Me dijo que no podía hacerle eso a un amigo, pero yo sé bien que no me quiso coger porque yo ya no le gusto.
-Carlos se moría por vos -dijo él, y sentía que la sangre le subía a la cabeza para quedarse ahí, cada glóbulo rojo buscando un lugarcito en alguna vena, alguna arteria, dentro de su cabeza, y ahí ponerse a hervir. Esta me quiso meter los cuernos con Carlos justo ahora, sólo para refregarme por la cara que Carlos, Carlitos, la había rechazado aunque ella se hubiera puesto en bandeja, que sólo habría bastado con servirse como si María fuera un canapé, un sanguchito de miga, pero María sabía lo que hacía, justo ahora, mirá, ni siquiera Carlos, Carlitos, se quiso acostar conmigo, ni siquiera él que nunca había sido nadie hasta que llegó a los cuarenta y pico y se convirtió en el tipo cuarentón y pintón que salía con minas de treinta, y vos y yo estamos como estamos, los dos, y tu horrenda venganza de mujer que, sin saberlo ni olerlo, apuntás y le pegás en el blanco y no te enterás ni te das cuenta de nada, hasta que llega el momento indicado y soltás esa joyita de venganza que fue abrirte de piernas para Carlos, para Carlitos, y que Carlitos, nada menos que Carlitos, rechace tu oferta gratuita, tu aberración de ser limosneada. . .

-Sabés qué?.. -dijo María al tiempo que sus yemas presionaban sus pezones por encima del delantal
- ...cuando me hablas así me calentás! ... lo haces a propósito!
La mirada de él no dejó dudas, los celos hacían que él la sedujera de la forma más cruel, la que a ella le gustaba.
Se miraron en silencio, ella con las manos en sus tetas, él sentado con el mate en la mano la miraba deseoso.
Los segundos pasaron sin mediar palabra, ella pensaba que acababa de hacer el ridículo cuando él hizo refunfuñar el último sorbo de la bombilla.
- Quiero que nos casemos de nuevo – vomitó él con una voz firme y desafiante
- Nosotros nos amamos, los dos lo sabemos, quiero que seas mi esposa otra vez.
Tan mágico momento desbordó las lágrimas de María, que lejos de corresponderle su noble pero mentiroso gesto termina de matar a la bestia...
- Las tetas… las tetas me las tocaba pensando en el Ché! GORDO CABRON!

viernes, octubre 27, 2006

VIII

-Sabés qué?.. -dijo María al tiempo que sus yemas presionaban sus pezones por encima del delantal
- ...cuando me hablas así me calentás! ... lo haces a propósito!
La mirada de él no dejó dudas, los celos hacían que él la sedujera de la forma más cruel, la que a ella le gustaba.
Se miraron en silencio, ella con las manos en sus tetas, él sentado con el mate en la mano la miraba deseoso.

Los segundos pasaron sin mediar palabra, ella pensaba que acababa de hacer el ridículo cuando él hizo refunfuñar el último sorbo de la bombilla.

- Quiero que nos casemos de nuevo – vomitó él con una voz firme y desafiante

- Nosotros nos amamos, los dos lo sabemos, quiero que seas mi esposa otra vez.

Tan mágico momento desbordó las lágrimas de María, que lejos de corresponderle su noble pero mentiroso gesto termina de matar a la bestia..

- Las tetas… las tetas me las tocaba pensando en el Ché! GORDO CABRON!

domingo, octubre 01, 2006

VII

Comieron tres veces -él comió dos, y ella comió una-. Por sobre el ruido de los cubiertos y de las masticaciones, la marea de bocinazos y miles de zumbidos eléctricos y mecánicos que quería entrar por las ventanas cerradas del comedor los asaltaba como si fuera algún tipo de metáfora que se limitaba a la imagen sencilla del auto que se va por la avenida -que puede irse, que se va-, y uno se queda ahí, uno no habla, no mira, pero uno está ahí, el auto se fue. Estuvieron hablando de Carlos como quien no habla de nadie, porque Carlos nunca había sido nada del otro mundo, ya desde pibe, con su mentón tirado para atrás, su andar encorvado, la ropa que nunca estaba del todo limpia, ni siquiera en los actos escolares, ni siquiera si tenía que actuar -bailar chacarera, cantar en un coro, ser San Martin, o French, o Saavedra, o algun cacique o indio de alguna tribu-, pero después, Carlos, acabó siendo un tipo grande y pintón -de él se burlaban las minas cuando aún eran pibas, cuando tenían doce años y eran sus compañeritas de la escuela, aún eran niñas y se burlaban de lo poco hombre que llegaría a ser Carlos, Carlitos. . .-, porque el pelo no se le había caido, la panza tampoco, tampoco la piel de la garganta que vaya uno a saber cómo se llama esa piel si uno no quiere llamarla "papada", y los zapatos los tenía lustrados, siempre, y los ojitos verdes de gato asustado que tenía cuando era un chico ahora eran los ojos de un tipo grande, y seguían siendo verdes, y esas cosas, las otras, como saber comprar las corbatas o las camisas.

-Vos siempre te burlabas de Carlos -ella piensa que él le dijo "qué feos estamos, María"-, pero ahora te burlás también pero ya no sos cruel con Carlos cuando te burlás de él. . .

-¿Qué decís? Es un pelotudo que no aprende más.

-Lo que sea, pero antes te reías de él en su cara, yo me acuerdo, nunca le dabas bola, antes de casarnos. Ninguno de ustedes le daba bola.

-¿Qué querés decir? Carlos siempre vivió en el barrio.

-Yo los veía, ustedes se juntaban en la esquina, después del colegio. A Carlos ustedes nunca le daban mucha bola. No lo jodían, porque no eran pibes crueles, pero nunca le pasaban mucha bola.

-Bueno, che. . .

-Él te miraba como si fueras su héroe. Vos hablabas y él te escuchaba como con hambre. Eso era cuando eran chicos, yo lo veía, me daba lástima

-Te daría risa.

-Risa, también, sí.

-Y, sí. . .

-Pero ahora Carlos cambió mucho, la edad lo mejoró y es un tipo que tiene su pinta. Vos a mí me dijiste que estaba fea -él intenta responderle que no, que él había dicho que los dos estaban feos, y que eso era algo que le dolía como puede doler la traición si el traidor es uno, y uno se avergüenza de esa traición; ella siguió hablando, sin escuchar las poquitas palabras que él había conseguido decir de toda esa idea que ni siquiera él mismo tenía del todo claro, pero que necesitaba decirla como saliera, cuando fuera a pasar-, y no sé, quizás ya no me querés -él intentó, con menos brío y menos palabras, decirle que no, que no era eso, que él sí que la quería aunque su amor fuera amor de cínico, pero sólo respiró para decir esas palabras, y tampoco sabía bien qué era lo que sentía. No dijo nada-, aunque yo también te digo a vos que yo también estoy muy cansada de vos, ¿sabés? Claro que lo sabés, y también te cuento, para que lo sepas, que yo te quise cagar con Carlos, y Carlos no quiso. Me dijo que no podía hacerle eso a un amigo, pero yo sé bien que no me quiso coger porque yo ya no le gusto.

-Carlos se moría por vos -dijo él, y sentía que la sangre le subía a la cabeza para quedarse ahí, cada glóbulo rojo buscando un lugarcito en alguna vena, alguna arteria, dentro de su cabeza, y ahí ponerse a hervir. Esta me quiso meter los cuernos con Carlos justo ahora, sólo para refregarme por la cara que Carlos, Carlitos, la había rechazado aunque ella se hubiera puesto en bandeja, que sólo habría bastado con servirse como si María fuera un canapé, un sanguchito de miga, pero María sabía lo que hacía, justo ahora, mirá, ni siquiera Carlos, Carlitos, se quiso acostar conmigo, ni siquiera él que nunca había sido nadie hasta que llegó a los cuarenta y pico y se convirtió en el tipo cuarentón y pintón que salía con minas de treinta, y vos y yo estamos como estamos, los dos, y tu horrenda venganza de mujer que, sin saberlo ni olerlo, apuntás y le pegás en el blanco y no te enterás ni te das cuenta de nada, hasta que llega el momento indicado y soltás esa joyita de venganza que fue abrirte de piernas para Carlos, para Carlitos, y que Carlitos, nada menos que Carlitos, rechace tu oferta gratuita, tu aberración de ser limosneada. . .

lunes, septiembre 25, 2006

VI

Cuando él amagó levantarse y volvió a echarse en la silla, casi despatarrándose, nuevamente se escuchó el ruido de sus tripas, quejándose.
Ella entró al baño, cuando salió ya no tenía esa gesto amargo en la boca, parecía más tranquila, pero todavía se veía al fondo de sus ojos un rencor terrible, un rencor y un odio que nunca más se irían de ahí.
Agarró lo que venía en el paquete y lo llevó al living, esa cosa espantosa “nunca tuvo buen gusto”. Tropezó con la foto de sus padres en el día de su casamiento. Tan felices se los veía. Sus padres, que estuvieron juntos hasta el final, con su relación perfecta, dieron todo por sus hijos y tuvieron tan buen gusto como para morirse los dos juntos y no andar quedándose uno solo, sufriendo por el otro, en este mundo. Salteó la foto de ella en Pinamar, la que le sacó él haciéndola reír porque estaba enojada a causa del viento. Posó su mirada en otra: mamá embarazada de ella, y papá con esa cara de felicidad mientras tocaba la panza, como le gustaba decir a él: panza hinchada de felicidad, llena de bebé, llena de alegrías. Agarró la foto y mientras la miraba escuchó que él se levantaba, abría la heladera, volvía a cerrarla, abría la alacena, el cajón de los cubiertos que chirriaba, revolvió hasta encontrar un abrelatas, “mirá si lo conozco: atún con mayonesa”, escuchó que prendía el televisor, corría la silla de la cabecera, se sentó.
Dejó la foto y caminó hasta la cocina. Puso agua en la cacerola para cocinar los fideos.

“Lo odio tanto tanto...” pensó mientras se daba vuelta para decirle que no se llenara con eso, que en un rato estaba la comida. Lo vio tan patético, con esa cara de duelo, mientras le caían las migas sobre la panza manchándole más la camisa. Se empezó a reír a carcajadas, con histeria, desaforadamente.

-¿Qué?- preguntó él. Y se quedó mirándola. Cuando se le pasó el ataque de risa sintió muchas ganas de llorar.

“No voy a ceder, esta vez no, no quiero consuelos de ningún tipo. Ya está todo dicho, sabemos que nos odiamos, ya no se puede fingir más” –Nada. ¿Los querés con salsa o con crema?

-Con crema. ¿Viste que Carlos se esta divorciando de nuevo? Tres veces van ya.

-Si es un boludo, siempre te lo dije, ese no va a aprender nunca.

V

-El último estertor de María, vomitando en el baño, sonó como un pedo debajo del agua... -recitó, engolando la voz mientras hacía un esfuerzo inútil por decir esas cosas con acento español, como si fuera José Sacristán actuando en una película de Almodovar. Aún sonreía cuando María salió del baño hecha pura sombra y despeinadísima contra la luz del botiquín.

-¿Qué decís, vos? -le preguntó María, que no había entendido lo que él había dicho.

-Nada -dijo él, y se quedó callado, disfrutando del leve vértigo de no saber, realmente, si María había entendido su bromita cruel. La única forma que tenía de sobrellevar la vergüenza era mediante la humillación -una forma de humillarse tranquila, apesadumbrada, sentado en una silla, rascándose la calva mirando televisión, nada muy complicado ni escandaloso, sólo pequeñas cosas, cosas fáciles, como mirarle las várices a María hasta que María se daba cuenta de que él le veía las várices, y después no decir nada, mirar para otro lado, pasarse los dedos por la calva como patinando, esas cosas sencillas, que emporcaban todo y generaban que nada tuviera sentido, ni fuera necesario, ni hubiera nada de que avergonzarse. Peor era abrir un album de fotos y verse a los dos, maravillosos, para comersérselos, con la sola distancia de algunas décadas en el medio, o visitar a los amigos y que la fealdad de los amigos sea la parábola del afearse propio-. Te había preguntado si estabas bien.

-No estoy bien -ella no conseguía mirarlo con ese desdén autocomplaciente con el que él la miraba a ella-. ¿Y qué querés que hagamos con eso, lo ponemos en el mueble de la sala, junto a los adornos?

-Qué decís. . .

"¿Justo ahora que qué?" se preguntó. Podía ser justo ahora que estamos viejos, o que ya no nos queremos, o que vivimos de mi "retiro anticipado" y de que vos limpiás mugre ajena, o justo ahora que se murió el canario, o que estoy con una tristeza en el alma que siento que me va a reventar la cabeza cualquier día, o justo ahora que ya no se me para, hija de puta, y menos con vos, o justo ahora que no tenemos nada para dar a nadie, o. . . . . .o justo ahora que me dí cuenta de que te burlás de mí, igual que antes, que también te burlabas de mí, pero que yo sabía que te burlabas para que yo pusiera cara de enojada, pecosa, linda, pelirroja, bombón, qué linda que te ponés cuando te enojás, ¿sí? ¿cómo me pongo? ¿así? ahora no me enojo más, te jodés, ahora ya no estoy enojada y no estoy linda, pero qué decís, si estás linda, siempre estas preciosa, pero ya no estoy enojada, bueno, enojate un rato más, enojate un rato para mí, o justo ahora que, que, justo ahora. . . justo ahora que te burlás de mí porque no me aguantás cerca, que no podés aguantarme cerca sin ponerte a hacer suspiros y miraditas, justo ahora que. . .

martes, septiembre 19, 2006

III

-¿Qué?- dijo confundido, lo había dejado desarmado y sin las barreras del rencor alimentado del hastío y las imposibilidades. Lo había sorprendido.
- Lo que escuchaste- No sé si estoy embarazada. Hace un mes que no me viene, y es eso, o estoy menopausica.
Rogaba que se quedara callado – que no se le ocurra echarme la culpa de esto a mí -, ya no resistía mas, hacía dos semanas que esto le venía acuchillando el alma. Estaba vieja, o tenía algo adentro, una cosa, producto de sexo desganado y patético, rutina nefasta de un matrimonio que hacía tiempo que existía sólo en papel.
Lo odiaba y se odiaba a sí misma. -Es un cobarde, ni siquiera tuvo los huevos de serme infiel- se babosea por cuanta ligera se le cruzaba en frente, y ni aún eso es incentivo para que le pida hacer el amor. Ella ya no era hermosa, y había perdido todo; todo por él, un pedazo de nada; sus ojos habían dejado de brillar hace tiempo. Estaba muerto, y ella también.
Sacudido y desconcertado, no sabía que decirle, balbuceó algunos cómos y cuándos y volvió a quedarse callado
Hacía tanto que no se tocaban.... Entre su piel y la de ella había una distancia increíble. Recordó el tiempo en el que aún se amaban, y se dio cuenta de que el amor se había disipado junto con ellos mismos. No dejaron de amarse, sólo... dejaron de ser.
- ¿Que vamos a hacer, María? ¿Justo aho...- y se fue callando... se dio cuenta de que no valía la pena acusarse... si de todos modos nada era seguro todavía.
-Me voy a acostar- dijo ella- estoy cansada, despertame en una hora.
No le contestó, se quedó pensando... en autitos y en pelotas de fútbol... y en por que fue tan pelotudo de dejarla ir...