viernes, enero 05, 2007

II

Una tarde en la que los adultos decidieron salir, ir a hacer esas cosas que sólo hacen ellos -trámites, hacer un viaje de hora y media y esperar hora y media más para firmar un papel, discutir por teléfono, comprar zapatillas, esas cosas-, y quedaron todos los chicos de la casa solos durante un par de horas, Lucianita descubrió otra de esas "características" que la unían a las gallinas, porque Mariano, un tío casi tan pequeño como ella, hijo del tercer matrimonio de su abuelo materno, había agarrado a una de las gallinas -cualquiera podría haber sido, incluso ella, Lucianita-, y después de trazar en la tierra del patio una línea con un palo -el surco era como una sonrisa nerviosa, recta, y de entrañas húmedas-, la había hipnotizado, obligándola a bajar el pico hasta que con su punta hirió las comisuras de la sonrisa barrosa. Todos los chicos se pusieron a saltar como locos, intentando ganar en la tácita competencia de quién era el que se reía más fuerte y estaba más divertido por la proeza de Mariano, mientras Lucianita, consciente de si misma, se daba cuenta de que, al igual que la gallina que no atinaba a levantar el pico del suelo y dejar de mirar la línea en el barro con sus ojos laterales, tampoco ella podía dejar de mirar a la gallina que no miraba a nadie.

Sólo cuando uno de los chicos se dio cuenta de la tosca facilidad de burlarse que había en la extrapolable inmovilidad de Lucianita, volvió a decidir moverse -como un elástico envuelto entre los dientes-, y le dio una patada muy suave en la cabeza a la gallina, para que escapara de la trampa.

La gallina la miró con odio, mientras, cloqueando, intentaba escaparse y vengarse al mismo tiempo.